Los Aymaras en Lima


Por David Hidalgo Vega


El signo más claro de la colonización aimara de Lima es una bandera que flamea sobre el bullicio del jirón Caquetá. Es un pabellón altivo, que revela en sus colores el imaginario de Unichachi, su pueblo emblema: "El blanco es por la paz, el rojo es por el valor de los mártires aimaras, el azul es por nuestro lago, el amarillo es por los recursos minerales de nuestra tierra y el verde es por la vegetación, porque tenemos mucho eucalipto, pero también por la ecología", dice orgullosamente Jacobo Cabrera, uno de los pioneros unicachinos en Lima. Arriba, en la azotea de un coloso comercial de cuatro pisos que podría ser el trono de los redimidos, la divisa parece una declaración de victoria: ha terminado el tiempo de las privaciones, estamos en la era de su apogeo.


Aquel signo de identidad no existía hace más de doce años. Fue diseñado por una estudiante en un concurso del colegio construido en el terruño con aporte de los unicachinos residentes en Lima. Era el símbolo que faltaba en una epopeya: la formación de un imperio económico piedra sobre piedra. Fue ese mismo año que compraron el terreno de su primer centro comercial, el de Caquetá. Fue ese año que cristalizaron las visiones de Crispín Yapachura y Esteban Cabrera, los dos dirigentes que impulsaron el salto de formar asociaciones a crear empresas. Ese fue el año en que se hizo el milagro.


Los medios especializados han dicho ya que, en conjunto, el conglomerado de inversiones de este grupo tiene un valor estimado en 50 millones de dólares. Sus patriarcas son ahora gerentes, presidentes de directorio, nombres respetados por instituciones financieras y mandamases de la burocracia. "Viendo la realidad de los aimaras en Lima, pensamos que podría haber una tendencia hacia la formación y organización de una burguesía comercial aimara, si es que el ritmo de crecimiento actual sigue en aumento", ha escrito el investigador Moisés Suxo, otro hijo de Unicachi, quien ha estudiado durante varios años el progreso de sus paisanos. Suxo acaba de publicar sus conclusiones en el libro "La voz de una nación: los aimaras de Lima Metropolitana. Caso Unicachi ". Allí coincide en esta expectativa con otros estudiosos de lo que se considera uno de los fenómenos más interesantes del progreso provinciano en la capital, "aun cuando las características particulares de raigambre aimara o andina que presenta, como la práctica de la reciprocidad y la solidaridad, le den un rasgo peculiar".




PASOS DUROS
Lejos del afán criollo por la ostentación, la de Unicachi es una feligresía de hombres y mujeres frugales, forjados en el trabajo, educados en una economía de guerra contra la derrota. Jacobo Cabrera, por ejemplo, fue durante años empleado del hogar y luego obrero de distintas industrias. Otros contemporáneos suyos trabajaron en empresas harineras del Callao o como comerciantes en mercados mayoristas o minoristas de Lima. El propio Moisés Suxo es testigo en carne propia de esa gesta. Llegó a Lima cuando era un adolescente. Su familia pasó por el periplo inevitable de vivir con poco, alimentarse con lo que se conseguía cada día en el campo de batalla de La Parada. "Como mi padre no tenía dinero, tuve que trabajar como ayudante en el mercado de Chorrillos", recuerda.


Las huellas de ese tiempo pedregoso lo afectaron como a muchos de sus paisanos: la discriminación por el idioma, por el color de su piel, los rechazos que mellaban la autoestima. Solo pudo recuperar su temple natal al ingresar a la Universidad de San Marcos. "Allí encontré gente de Huancayo, Cusco, Puno. Compartíamos lecturas que nos enseñaron a valorarnos. Fue un giro de 180 grados en mi vida", dice con orgullo de segunda generación. Estudió Filosofía y Ciencias Sociales, aunque se graduó en Educación. Uno de sus maestros también venía de Puno y hablaba aimara. "Gracias a esta experiencia, volví a hablar mi idioma y aprendí a escribirlo", recuerda.


El proceso abrió su sentido crítico. En su investigación, Suxo describe el desafío que sus paisanos asumieron para enfrentar las asperezas de su nuevo territorio. "Resultó primordial la reproducción cultural de los valores aimaras, a través de sus organizaciones sociales, no solo para reafirmar nuestra identidad ancestral, sino principalmente para la constitución de empresas colectivas formales", señala en el libro sobre su pueblo. El efecto secundario, sin embargo, fue que en esa lucha se debilitaron ciertos lazos. El síntoma es tan notorio que parte de su investigación estuvo enfocada en entrevistas a cuatro familias en función de su uso o rechazo del lenguaje aimara. El idioma, que él recuperó en la universidad, fue una de las primeras víctimas.


El progreso había absorbido el interés de la comunidad. "Con el surgimiento de las empresas cambia la preocupación. Antes nos juntábamos para practicar nuestras danzas, pero luego todo se enfocó en los negocios", comenta Daniel Suxo, presidente saliente de la Asociación Distrital Unicachi (ADU), la primera institución organizada del pueblo en Lima. De su estructura nació Inversiones Unicachi S.A., el modelo que iba a seguirse en otras siete firmas, todas con el nombre del terruño como estandarte. A través de ADU, los unicachinos se organizaron para conseguir la categoría de distrito para el pueblo y luego para dotarlo de una plaza, escuela secundaria y una iglesia, entre otras obras antes imposibles. "También ha cohesionado a los paisanos ubicados en diferentes distritos de Lima para celebrar el aniversario, cada 18 de mayo", precisa.




PASOS DE RESCATE
Es ahora que los residentes parecen tomarse un respiro para mirar atrás. Aunque el rigor del trabajo se mantiene, como una ética irrenunciable, la conciencia de ser fuertes deja espacio para la recuperación de sus recuerdos. El joven Hober Huarahuara Coarita, nacido en Unicachi y criado en Lima, es un caso tipo. Hace tres años participó en un homenaje a la Virgen del Rosario, una de las principales benefactoras religiosas del pueblo. "Fui a bailar tinkus, que es una danza guerrera adoptada por Unicachi. Me gustó la música, la algarabía de la gente", recuerda. Cuando regresó a Lima, se propuso reunir a otros jóvenes paisanos para incentivarlos en el rescate de las tradiciones paternas.


Huarahuara y otros muchachos fundaron el grupo Nuestras Raíces de Unicachi. Unos cuarenta jóvenes llegan a sus actividades procedentes de Villa El Salvador, Pro, Santa Anita, Vitarte o el Callao, donde están esparcidos sus lazos de sangre. "Como no había forma de juntarnos, aprovechamos los campeonatos de fulbito", recuerda. De alguna manera, el ciclo se repite: es a partir de esos intereses comunes que muchos han empezado a recuperar el idioma o, en algunos casos, a aprenderlo. "Para sacar un paso necesitas saber qué significa la canción", comenta el muchacho.


Tras la colonización económica, llega la avanzada cultural. Hoy, por ejemplo, se celebrará el aniversario veintiséis del pueblo en el local del Mercado Mayorista Unicachi, de Villa El Salvador, otro de sus bastiones. Los organizadores anuncian bandas juveniles y conjuntos de morenada auspiciados por las distintas empresas de la comunidad. Hay en esto una manifestación de orgullo hereditario. "Los mayores fueron un ejemplo. Nosotros tenemos que mejorar y avanzar", dice Daniel Yapuchura, quien estudió en la escuela secundaria construida por los pioneros y ahora es gerente comercial de una de sus empresas. Es un fruto de su victoria. La prueba de que el milagro aimara continúa.

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